¡No le quites el tártaro!... me decía mi padre cuando andaba con aquella barrica de nogal. Si te metías dentro era como si estuvieras observando el universo en una clara noche de verano; esa fina capa que se formaba, quizás por el tartárico, brillaba de una manera especial y aislaba sutilmente el vino de la madera. La cuba se llenaba con la uva de prieto picudo y mencía de la viña más alta que plantó mi abuelo Segundo Gordón, que fermentaba lentamente y a la vez de forma intensa, dando vinos frescos y ligeros, fáciles de beber, con una elegancia aterciopelada. Por eso, mi padre la bautizó como La Perla, quizá porque era la barrica de la que más esperábamos...
93/100 puntos en la guía Parker